Jesús se levantó y dio una orden al viento, y dijo al mar: —¡Silencio! ¡Quédate quieto! El viento se calmó, y todo quedó completamente tranquilo. Marcos 4:39 (DHH)
Basados en Marcos 4, hemos estado en una serie en este devocional hablando de cómo Jesús trató con las tormentas de la vida. En el versículo de hoy, Jesús habló al viento y a las olas que soplaban contra él, y hay una lección muy valiosa contenida en este verso. Jesús no habló sobre el viento y las olas, él les habló a ellos.
Cuando estamos pasando por alguna situación, tendemos a querer hablar de eso. Ahora, no estoy diciendo que no podamos hablar de nuestras situaciones difíciles con otros, pero tenemos que tener cuidado. A veces hablamos de nuestros problemas no porque estemos buscando soluciones o estemos tratando de trabajar en ellos. A veces, cuando hablamos de nuestros problemas, nos estamos fijando en lo negativo.
Todos tenemos que rechazar el deseo de que otros sientan pena por nosotros. Cuando hablamos de las tormentas que enfrentamos, logramos solidaridad de otros, y eso está bien por un tiempo. Pero cuanto más seguimos hablando del problema, menos tendemos a tratar con él.
Cuando la tormenta amenazaba con hundir el bote, Jesús no habló con la gente sobre la tormenta. Él no trató de calificar la severidad del peligro o participar en el “¡pobre de mí!”. Jesús no habló de la tormenta; habló a la tormenta.
En Marcos 11:22-24, Jesús nos enseña a hablar a los problemas como montañas que enfrentamos, diciéndoles que se muevan. ¡Cuanto menos nos fijemos en lo negativo y más ejercitemos nuestra autoridad sobre las tormentas que enfrentamos, más rápido las superaremos!